noviembre 19, 2022

LA TORMENTA


Barruntaba agua desde hacía varios días.

Una acumulación de nubes grises, casi negras, ocultaban la luz del sol.

Los  campos yermos, estaban exentos de colorido y resecos por la larga sequía.

Hacía meses que las hojas habían perdido su verdor.

Toneladas de hojas muertas, secas y amarillentas, revoloteaban de allá para acá, sin rumbo, impulsadas por el viento.

Las ramas de los árboles parecían huesos de un esqueleto.

Un frío viento del norte, al principio´debil, abandonaba al poco su timidez y aumentó su fuerza y velocidad.

Un frío inmisiricorde calaba hasta los huesos…

Súbitamente, un trueno desgarrador, como si la tierra se resquebrajara, resonó, haciendo en mis tímpanos el efecto de un latigazo.

Enseguida el eco me lo fue devolviendo, amortiguado por la lejanía

al rebotar sobre los montes no demasiados lejanos, cuajados de valles y quebradas, habitados solo por buitres y alguna que otra águila real.

Los pájaros que volaban, movieron a toda velocidad sus alas, buscando refugio en sus nidos, asustados por el enfado de la naturaleza.

No tardó en comenzar a caer espesos goterones, gruesos como el dedo pulgar, y helados, como témpanos, que herían la tierra con su furia al caer.

Al principio, levantaban minúsculas nubecillas de polvo, pero pronto dejaron estas de aparecer, tragadas por la tierra sedienta, que no se cansaba de beber. Poco tardó en convertirse en una densa cortina de agua que, avasalladora como una catarata, caía de las nubes deseosas de liberarse de su peso.

Las pocas hojas resecas que resistían, estoicamente adheridas a las esqueléticas ramas de los árboles para no desprenderse de ellas tuvieron que rendirse ante una fuerza superior, y caer como heridas sobre el suelo que empezaba mojarse,

Pronto este se convirtió en un charco inmenso, que a veces parecía un lago.

Los truenos se sucedían en cortos espacios de tiempo.

Daba pavor escucharlos, como martillazos fantasmales, en medio de una naturaleza enfuerecida.

Por los montes empezaron a correr las torrenteras, formando ríos imparables. Yo, agazapada tras los cristales de mi ventana, con una toquilla sobre los hombros, asistía sobrecogida, pero admirada por el enfado de los cielos. Así estuvo todo el día, hasta la llegada de la noche, en la que la naturaleza, cansada de soltar tanta agua, dio un respiro y se calmó la lluvia.

Habían caído miles y miles de litros a lo largo y ancho de las praderas y montes, pasos y quebradas.

La tierra, por fin, rezumaba del liquido vital, que era como sangre para sus venas, y emergía de debajo de ella a borbotones. Era tarde ya, entrada la noche, cuando, en mi cama, oí de nuevo como el cielo se abría y las gotas, impulsadas otra vez por un viento salvaje, arremetían golpeando de nuevo los cristales violentamente, con un tamborileo que estremecía.

Tuve miedo, lo tuve, pero empecé a rezar, y como bálsamo que cura las heridas, empecé a calmarme.

Estuvo lloviendo intensamente toda la noche.  Ya de madrugada, cansada ún por el sueño que sólo a ratos me permitió dormir, noté como de nuevo, al almanecer, cuando se insinuaba con una débil luz, cesaba de nuevo la lluvia.

El temporal había pasado, a pesar de los miedos sentidos, agradecí al Señor aquella lluvía que haría resucitar los campos, para que siguieran alimentándonos con el pan nuestro de cada día, a tantos trabajadores de la tierra, que alborozados, empezaban a salir de sus casas.

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