Te di mi carne, mis sueños, mis alas,
mi voz más herida, mis horas quebradas.
Forjé con mis huesos un puente dorado,
y tú, sin temblar, lo quemaste de espaldas.
Fui árbol que amaste cuando daba sombra,
mas cortaste mis ramas cuando no hubo flor.
No pedí corona, ni aplausos ni gloria,
solo un gesto limpio, solo un poco de amor.
Hoy sangran mis manos de tanto arrancarte,
hoy cruje en mi pecho la furia y el arte
de aprender que a veces quien más levantamos
es quien primero nos deja caer.
No pidas más nada, no llames mi nombre:
lo he escrito en el viento, lo he roto en la noche.
De mí sólo queda la huella sagrada
de no renegar de lo que entregué.