Te llevaste mis inviernos,
mis primaveras, mis soles apagados.
Me dejaste aquí,
con los huesos desnudos de ti,
rasgando el aire con nombres que ya no contestan.
Caminé mil veces hacia tus promesas,
descalza, sangrando ilusiones,
mendigando un poco de tu voz,
un resto de tus ojos,
una sombra de tus manos.
Pero no había ya rastro,
no había ya nada,
más que el eco sordo de tu ausencia
golpeando contra mis costillas.
Te amé como quien no sabe defenderse,
como quien entrega el corazón
envuelto en papel de miedo.
Te amé hasta olvidarme el nombre,
hasta ser apenas un susurro gastado en tu boca.
Y ahora, aquí,
sigo pronunciándote en cada herida,
sigo buscándote en las grietas de la noche,
sigo llorándote en lugares donde ni tú sabrías hallarme.
Porque el amor no se va,
se queda roto en las esquinas,
se arrastra en la piel,
se clava en los huesos,
se duerme, pero nunca muere.
Aún dueles.
Dueles como si te hubieras ido ayer.
Dueles como si no supiera,
todavía,
cómo dejarte ir.