
FELIZ NAVIDAD Antes que nada fuimos unos humildes espermatozoides, que en un momento dado nos encontramos en la meta de salida, compitiendo con varios millones más
de rivales en una carrera para llegar hasta el óvulo de nuestras madres. Y tuvimos la suerte de ser los ganadores, ¡uno entre varios millones! Nuestra
madre quedó encinta. Y en su vientre, en una especie de bolsa, cálida y acogedora, fuimos creciendo
durante nueve meses.
Nos alimentábamos bien, nada nos faltaba y sin hacer el mas mínimo esfuerzo. Desde nuestro tibio habitáculo la oíamos hablar, cantar, reír o a veces llorar, y percibíamos todos estos estados, todas sus emociones. Nos gustaba oir música,
que, aunque nos llegaba atenuada, nos adormecía placenteramente.
Sabíamos cuando nuestra madre estaba activa o perezosa, levantada o acostada.
Hasta que un día salmos al exterior, convertidos ya en un bebé. Fue una sorpresa tras otra, notamos que la temperatura externa era diferente a la de donde habíamos estado cómodamente cobijados, y mucha luz y gente que se movía a nuestro alrededor. Y así fue, que al poco, nuestra primera reacción, la primera que experimentamos, fue la del llanto. Pero aquello calmaba. En aquellos primeros instantes de nuestra vida Dios nos dotó también de alma, un alma que
nos acompañaría ya de por vida, e incluso después.
Todo era nuevo para nosotros, ya con forma humana. Nos pusieron unas prendas. Era algo desconocido para nosotros, acostumbrados a estar siempre desnudos. Al principio nos molestaba un poco,
pero enseguida nos habituamos e incluso agradecimos. Pasaron unos años y la primera etapa fue la de ser niños o niñas. Y a partir de aquellos tres o cuatro primeros años, con la diversión y las ilusiones de nuestros juguetes y sobre todo la sensación maravillosa de ir experimentando y conociendo
cosas y gente, todo fue más aprisa. Pasamos a ser adolescentes, después vino la juventud, los estudios, los primeros amoríos, hasta que llegó el definitivo, y la madurez incipiente se iba apoderando poco a poco de nosotros. Aprendimos a gozar y a sufrir, a saber lo que son las emociones en toda su intensidad. Nos casamos, tuvimos hijos que a su vez engendraron otros hijos, y así siguieron pasando los años hasta que, un día, nos dimos cuenta que nuestra piel se arrugaba y perdía su lozanía y tersura. Todo se volvía mas áspero, a veces hasta nuestro carácter, todo nos costaba más esfuerzo, incluso el movernos. El pelo se nos fue volviendo blanco y el brillo de nuestros
ojos decreció. Mirar a través de ellos nos suponía un esfuerzo. Un día, al cabo de muchos años, lo mismo que aquel otro en que ganamos la carrera y se inició nuestra vida, esta se apagó, cuando Dios dió su imperativa orden: ¡Venid conmigo!… y nada pudimos hacer, él nos hizo nacer y él nos hace
morir cuando su designio sea ese.
también justo en ese instante de morir, cuando debemos devolverle al alma que habíamos tenido prestada todos esos años, la que nos dotó el primer día, para juzgarla, y ver en ella qué y cómo habíamos sido, como la habíamos administrado, para decidir adonde deberíamos ir. El nos la regaló pura, pero después la vida se encargó de poner sobre ella algunas manchitas, y a través de ellas El vio nítidamente como habíamos sido, y el bien y el mal que hayamos hecho; porque nuestra alma abandonó nuestro cuerpo, pero nunca desaparecerá, por toda la eternidad.
Que la Navidad nos conceda unos momentos para pensar un poco sobre todo esto y que, en paz con nosotros mismos y con los demás, la disfrutemos con nuestros seres queridos para, a través de esa alma imperecedera que fue, junto a la vida el más preciado regalo que Dios nos otorga, demostrar y regalar a los demás, las bondades y amor que hay en nuestro interior.
Os deseo de corazón a vosotros y a los vuestros la más FELIZ DE LAS NAVIDADES.