febrero 12, 2021

DEL DIARIO DE UNA FLOR

Me presentaré: soy una rosa, sí, una flor.

      Mi madre es la Tierra y mi padre lo tengo compartido, son el Sol y el Agua, sin ellos ni podría haber nacido ni crecido. Yo no sé si lo merezco, pero se me tiene como símbolo de la perfección. Todo el mundo me ama y me admira, soy bien recibida allá donde me llevan. ¿Voy a tener que creérmelo entonces? Permitidme que sonría, soy sensible al halago, algún defectillo debía tener ¿no?, como cualquier persona o animal que se sienta bello, pero, no me gusta alardear, prefiero que sean los demás los que digan cosas bonitas sobre mí, ya sea por mi color o y sobre todo por mi olor. Por cierto, ¿sabía alguien que de mi especie hay más de un centenar? Lo que ocurre es que en esta bendita tierra donde hemos nacido hay muy pocas. Yo soy de las corrientes, de las que todo el mundo conoce. 

Estoy muy orgullosa, para qué lo voy a negar, de ser una flor, particularmente la que soy. Estoy llena de simbologías que la gente me ha ido adjudicando a lo largo de los siglos.

      Por ejemplo, se dice que las que somos rojas simbolizamos el sentimiento del amor; la blanca, la pureza y la inocencia; la rosa, la simpatía y la ausencia de maldad; la amarilla la amistad; la naranja, la alegría y la satisfacción por los logros; las azules, el afecto y la relajación y las verdes, que no somos las más corrientes, la esperanza y el equilibrio de  mente.

Ahora comprendéis la capacidad de transmitir mensajes sin palabras que poseemos; por eso se nos utiliza para enamorar, pedir perdón, o celebrar acontecimientos, como bodas, cumpleaños u onomásticas. Las manos que nos entregan a alguien como regalo saben que gracias a nosotros calmará las iras del receptor, apaciguará sus enfados, ayudará a restablecer paces y, resumiendo, ablandará corazones.

La simple contemplación de nosotras despierta emociones. Y eso que aún no he citado otro de nuestros valores, como el aroma que esparcimos.

      Desde luego que sí, que ser una rosa como yo es para sentirse orgullosa.

      Alguien puede preguntar, si tan bellas somos, ¿por qué tenemos espinas? Pues yo pienso que la naturaleza las puso para que apreciemos el valor de las cosas que merecen la pena  y que alcanzar logros siempre debe de ser con esfuerzo y sacrificio, ya que solo así se valora. Pero, quizás me he extendido demasiado explicando todas estos detalles, aunque estimo que era necesario,  no sé si interesante, haberlo hecho  antes de contarles lo último que me ha sucedido.


      Un día, al poco tiempo de ser cortada del rosal donde nací y moraba, me expusieron en el escaparate de una floristería, metida en un jarrón con agua y junto a unas docenas de hermanas mías.

      Apareció por la tienda una señora. La oír decir esto al dueño:

      “- Quiero que me prepare usted un ramo con dos docenas de rosas mezclando rojas y blancas. Por favor, todas son preciosas, pero escójalas usted entre las más hermosas que tenga, porque al lugar donde están destinadas a ir es sagrado, y con ellas quiero demostrar todo el amor que alberga mi corazón”.  

      “- Señora, ha despertado usted tanto mi curiosidad, que  me atrevería a pedirle, si no lo considera una impertinencia, ¿qué lugar es ese del que habla usted con tanto convencimiento?”

      Yo no sé si a la señora le gustó o no la pregunta del florista, pero lo que si recuerdo con admiración y respeto es lo que le contestó:

      “- Quiero ponerlo a los pies de un santo muy milagroso y querido, que es Patrón de un pueblecito andaluz, pequeñito y coqueto, en el que sus habitantes lo veneran mucho. Es su conmemoración anual y tiene lugar en este mes de Enero”. 

      Tuve la inmensa dicha de que el florista me escogiera a mí entre otras hermanas mías. En total éramos veintitrés más yo. Con nosotras hizo un ramo bellísimo; a continuación nos envolvió con esmero en papel celofán,  cerrándolo por abajo, a la altura de nuestros tallos, con un lazo anchito de un exquisito color azul.

      La señora abonó el importe a la florista y salió de la tienda con el ramo en la mano. Nos metió en su coche. Nos colocó con mucho cuidado en la bandeja de atrás  del coche y puso el vehículo en marcha.  

      Estaba deleitada de poder contemplar los campos que se veían a los dos lados de la carretera. Vi suaves colinas con alguna un poco más elevada. A ratos, en el horizonte, algunos montes de mayor altura  que destacaban sobre el cielo brillante a aquella hora del mediodía.

      También había llanuras y, toda la extensión que abarcaba con la vista estaba plagada con miles y miles de olivos, rigurosamente plantados en filas, de manera simétrica, dando impresión de orden.

      Los olivos pertenecen a mí misma estirpe: el mundo vegetal. Son unos árboles preciosos. Humildes de presencia, no son presumidos como otros, cuando tendrían motivos más que sobrados para serlo; no intimidan por  la anchura de sus troncos o tan altos que apenas se vislumbran sus cúspides. Recordé, porque lo oí a alguien comentar una vez, que Nuestro Señor llevaba entre sus manos una ramita de olivo cuando hizo su entrada  en  Jerusalén. Así de hermosos son mis hermanos los olivos, que hasta Dios quiso tener algo de ellos en sus manos como símbolo de paz. 

      Bendita tierra nuestra, esta de Jaén. 

Los que yo veía estaban cargaditos de aceitunas, promesa de una gran cosecha, cuyo fruto se convertiría pronto, en gran medida, en ese oro líquido llamado el rey de la cocina y sin cuyo recurso las comidas no tendrían un sabor tan delicado.

También veía el cielo claro, tachonado aquí y allá por nubles blancas y algodonosas; apenas había brisa fuera, y ellas estaban estáticas. En todo lo alto el Sol, mi padrino, presidiendo con su poderío e imponencia la bóveda azul. Como rey de la naturaleza que es, está donde debe estar, en el trono más elevado, por eso desde allí lo ve todo y lo sabe todo. De él depende la vida en la Tierra. Más abajo de las nubes, de vez en cuando, pájaros que juguetean con sus alas en las alturas, haciendo graciosas piruetas o planeando. Al contemplar tanta belleza pensé en Dios. ¿Cómo puede alguien rechazarlo o dudar de su existencia?, ¿quién si no Él podría crear tanta belleza?

      Al cabo de un buen rato llegamos a su casa. Nada más entré me di cuenta de la sensibilidad que albergaba el corazón de aquella mujer, se notaba su gusto por la belleza. Tenía la casa muy limpia y arreglada era confortable y acogedora.

      Nos colocó con exquisito cuidado dentro de un jarrón de boca ancha en el que echó un poco de agua para mantenernos frescas y lozanas, detalle que, sin darle las gracias porque no podemos, que todas le agradecimos porque nos refrescó. 

      Pero las grandes emociones llegarían por la tarde. Sobre las cinco y media la señora vino  adonde nos había depositado. Estaba muy bien arreglada y era muy guapa. Con suma delicadeza nos sacó del jarrón, sacudió con  cuidado un poco el agua que goteaba de nuestros tallos  y nos acunó con exquisita elegancia, en su brazo izquierdo.   

      Fue andando hasta la iglesia, porque vivía relativamente cerca, esta es una de las grandes ventajas de vivir en pueblos pequeños: que las distancias con cortas y que todo el mundo se conoce.

      La Iglesia es   pequeña, se llama la Inmaculada Concepción, y antes de traspasar su cancel hay que atravesar una graciosa plazoleta llamada  La Purísima Concepción,  que está flanqueada por unos pequeños parterres. En la puerta hay, a ambos lados,  dos abetos que la custodian y adornan. También hay, en un lateral, en la parte media de la plaza, una cerámica del Santo, y delante unos  bancos donde sentarse.

    Entramos en el templo en el brazo de la señora. Era 17 de enero, el día de Patrón de Arquillos: San Antón Abad.

      La iglesia estaba muy acogedora. En sus paredes hay diversas hornacinas donde están depositadas distintas imágenes. Al fondo, está el coro.  Detrás del altar  está el retablo, pequeño pero dignísimo, en cuyo centro está situada la imagen de San Antón, a la izquierda El Sagrado Corazón de Jesús, y a   la derecha La Inmaculada Concepción. Al  lado del Sagrario está la graciosa  figura de un monaguillo, a tamaño natural,  vestido con atuendos eclesiásticos rojo y blanco. 

      Mis compañeras de ramo y yo estábamos alucinadas de ver todos estos detalles y poder participar en momentos tan bellos, pero lo que más nos inundaba de alegría era notar, sentir la devoción del pueblo por aquel santo.

      Empezó la misa, había un silencio respetuoso, sólo interrumpido por las palabras del sacerdote que oficiaba y que eran acompañadas de vez en cuando por las oraciones de los fieles en su participación de la liturgia.

Y llegó el momento clave. 

     En un momento dado, tuvo lugar la ceremonia de la ofrenda. La señora, junto a otras que allí estaban nos tomó en sus brazos otra vez, y, en fila de a uno, fue avanzando hacia la peana del Santo. Cuando llegó hizo una ligera inclinación y depositó el ramo a sus pies. Yo estaba muy emocionada. ¡Qué honor poder estar tan cerca de aquella imagen del Santo, de estar a sus pies, de poderlo contemplar tan cerca, de formar parte de su séquito!

EPÍLOGO

      Sé que voy a morir dentro de pocos días, porque la duración de las rosas una vez cortadas es de 6 a 12. Las flores duramos muy poco, por eso se nos tiene como símbolo de la fugacidad, de la brevedad de la existencia. Entre otras cosas, pienso yo que por eso Dios nos hizo tan hermosas y emanamos un olor que cautiva los sentidos.

      Mis compañeras y yo sabemos, desde que nacimos, de la brevedad de nuestra existencia, pero, ¿acaso podría haber una muerte más dulce que la de pasar los últimos días, a los pies de un Santo tan venerado? 

      ¿Acaso no es hermoso vivir esos días postreros, nuestros últimos días en la Tierra, porque mis hermanas y yo lo haremos al mismo tiempo, acompañadas las unas de las otras, el ramo entero, dentro de una iglesia, donde la gente va a rezar, donde fuera queda lo que de malo hay y dentro se restauran los fallos y defectos que puedan tener en su alma las personas gracias a la misericordia de Nuestro Señor?

      ¿Acaso no se aproxima a lo divino el privilegio de poder contemplar,  desde abajo, tan cercanas a San Antón en su peana para que este disfrute  la visión de nuestros colores, la inocencia que destilamos, la tersura de nuestros pétalos y un aroma delicioso mientras le acompañamos llenas de amor? 

      No, no puede haber una muerte más duce que esta, cerca de un altar, que es la morada de Nuestro Señor. 

     Vivimos una vida corta , pero cada minuto de ella lo ha sido  de felicidad, hermosa, porque no hay placer ni dicha mayor que vivir entre flores llenas de color y olor, antes, cuando estaba en el invernadero, posteriormente en la floristería y hoy a los pies del Santo protector también de los animales, ¡qué cosa más bonita! compartiendo el lugar sagrado con muchos otros ramos de hermanas mías, de clases colores y olores variados, pero todos deliciosos, porque además, como colofón,  porque con nuestra presencia, sé que hemos regalado belleza a cuantos ojos se han parado a contemplarnos.  Sí, soy una flor…y pronto me iré.

¡Viva San Antón bendito, Patrón de Arquillos!  

FIN

“Las rosas son la negación de la tristeza…”

(Con estos versos, así inicia Salvador Rueda su:”Poema de las rosas)

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