Lavo tu ropa diaria,
esa que tú te pones
y te quitas usada.
Con cariño yo la enjuago
justo antes de tenderla
sobre la hierba tan verde
del prado que hay aquí cerca.
Un día mientras lavaba,
de un bolsillo saqué
un pañuelo de suave seda
con unas letras marcadas.
El pañuelo no era mío,
la cosa estaba muy clara.
Le pregunté de quién era,
me dijo que no era suyo
que ya lo devolvería…
Pasaron los días,
el pañuelo tendido seguía,
y mientras más yo lo miraba
¡más lo maldecía!
Él era el causante…
por él mucho sufría.
— ¿Cómo se llama? — le pregunté.
— Rosalinda — dijo él.
Hasta el nombre era bonito
¡tan bonito como una flor!
Helada me quedé…
¡tan helada como el agua del río!
Que pena de aquel prado…
dejó de ser verde
la hierba se marchitó,
y yo con impulsos ciegos
al río volví,
a lavar las heridas
que un pañuelo de seda
había dejado en mi.