Y entonces,
cuando el último grito se extinguió en mi garganta,
cuando las lágrimas dejaron de brotar,
cuando mi cuerpo se rindió al cansancio de llorarte,
vino el silencio.
Un silencio pesado,
amargo,
como cenizas frías sobre mi pecho.
Ya no había rabia,
ni súplica,
ni odio.
Solo un hueco,
solo el eco distante de lo que fui contigo.
Me senté en medio de mi ruina,
y entendí:
no queda más que aceptar
que te llevaste todo.
Que me rompí por amor,
que sangré de esperarte,
que morí un poco cada vez que fingí no necesitarte.
Pero aquí estoy,
aún de pie,
con las manos vacías
y el alma hecha jirones,
sí,
pero viva.
Ya no te llamo.
Ya no te busco.
Ya no grito.
Te lloré, te maldije, te arranqué.
Ahora solo dejo que el silencio me envuelva,
y en su fría caricia,
empiezo —muy lento—
a olvidarte.
Isabel Poyato