Los cristales de la ventana vibraban empujados por la fuerza de un viento inclemente.
Las graciosas veletas, encima de los techos de rojas tejas, giraban enloquecidas de un lado a otro, como poseídas por una rabia incontrolada.
El cielo, inundado de feos nubarrones negros, temor y desasosiego causaban a la vista.
El frío viento del norte que rebelde se colaba por entre las rendijas de los cierres de las ventanas, mantenían gélidas las manos y los pies… y hasta el alma.
De repente, una luz violenta e incontenible irrumpió a través de las cortinas del dormitorio, como salida de los negros celajes del cielo y con un zigzag cegador, atravesó la suave tela iluminando, con su luz fantasmal, su humilde dormitorio.
A los pocos instantes, un ensordecedor sonido que hacía estremecer de pavor, golpeó sus oídos. El sonido del trueno parecía como si restallaran a la vez un millón de látigos, cuyo eco lúgubre retumbaba en los valles y montes cercanos.
Se acordó de Santa Barbara Bendita, y le musitó una tenue oración.
… y aquella mujer, en su cama, sola y tapada con mantas no sentía calor…su alma estaba desnuda y helada. Ante aquella violencia desatada de la Naturaleza se despojó de todo el dolor que llevaba dentro por la ausencia de un amor.


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