Hoy me encontré hablándote en silencio,
como tantas veces,
como si tu ausencia aún supiera escucharme.
Te dije todo lo que no dije:
que me dolía respirar en un mundo donde ya no estás,
que tu partida no fue un adiós,
fue una demolición lenta de todo lo que era.
Te conté cómo algunas noches tu recuerdo me asfixia,
cómo algunas madrugadas mi pecho grita tu nombre
y mis manos buscan —a ciegas, torpemente—
lo que ya no existe.
Pero mientras hablaba contigo en mi mente,
me di cuenta:
tú ya no estás.
Tú ya no vuelves.
Y yo sigo aquí, abrazada a la nada,
hundida en un amor que solo yo sigo respirando.
Así que hoy, con la voz quebrada,
con las manos vacías,
con el alma hecha jirones,
te dejo aquí.
Te dejo en el rincón más oscuro de mi memoria.
Te entierro bajo todo lo que me destruiste.
Te dejo sin más cartas, sin más ruegos, sin más esperas.
Te dejo aquí,
en este abismo donde solo habitan los fantasmas.
Te dejo.
Aunque me parta en mil pedazos hacerlo.
Aunque tenga que volver a aprender a caminar sin el peso de tu nombre.
Aunque duela como nunca dolió nada antes.
Te dejo.
Y con ello, me salvo.